lunes, 27 de marzo de 2023

 María Cristina Jibaja Schmatzóva

 

 

 

Nacida en Lima, Perú,1945, es venezolana por elección desde 1975.

Estudió Bellas Artes con Germán Suárez-Vértiz. 

Autora de poesías, relatos, ensayos, cuentos infantiles y novelas cortas. 

Es madre de tres hijos, abuela y bisabuela





A MI OMA 

Un pequeño relato de mi infancia dedicado a mis bisnietas Sophia y Valerie. 

 

Se acercaba el verano de 1949, tenía yo cuatro años de edad, y las fotografías me retratan con dos trenzas amarradas a los lados de mi carita inocente. 

Vivíamos en una casa de dos pisos y grandes ventanas que mamá se encargaba que lucieran siempre impecables todo el año. Era una de las mejores casas de esa calle; a mí me parecía un lugar maravilloso. 

En aquel tiempo la calle era empedrada y todas las casas tenían un jardín en la entrada. Entre la vereda y el empedrado había una franja de grama, bordeada de geranios y margaritas; de trecho en trecho había árboles frondosos de acacias, robles, olmos y pinos. El sol salía hacia el final de la calle, donde un pequeño puente llevaba a la entrada de una granja avícola. 

Aún recuerdo los colores y olores de aquella granja, donde yo iba de la mano de mi Oma (palabra alemana para “abuela”), confiada y segura la acompañaba a buscar al Señor Gerardo, peón de la granja, albañil y pintor en sus ratos libres, al cual le pedíamos nos vendiera huevos frescos; estos eran gigantescos, de un color beige dorado y la gran mayoría de ellos tenían dos yemas, eran deliciosos. Nunca más, en ningún lugar los he probado como esos, ¿era el sabor?, ¿era la aventura de ir hasta allá́ a comprarlos? O ¿eran las tiernas manos de mi querida oma al prepararlos? No lo sé, solo sé que eran días felices, días de cielos azules, de pajaritos, mariposas, canciones infantiles y la inefable sensación de saberme querida, amada y comprendida. 

Al lado de la casa de mis padres estaba la casa de mis abuelos, recuerdo que era pequeña y primorosa, sencilla de una sola planta, pero bella en cada detalle como su dueña. 

Era mi paraíso y fue en esa hermosa casita, en su ensoñador jardín donde mi mente y corazón se ilusiono con las más fantásticas historias de aventuras, aprendí́ muchas cosas interesantes, se me develaron grandes secretos y misterios acerca de la vida y la muerte. Y muchas de esas enseñanzas las recibí́ de mi querida oma

Cuando la tarde avanzaba, mi abuelita regaba las sedientas plantas. El sol empezaba a bajar y lentamente se ocultaba bajo los pinos de “La Lagunita”, parque que se llamaba así́ precisamente por tener una linda laguna en medio. 

En las tardes el cielo se pintaba de oro, rosa, rojo, naranja, purpura y violeta, era una explosión de colores impresionante, las sombras se alargaban, el aire se llenaba con la brisa salada por la cercanía del mar y cientos de avecillas revoloteaban de árbol en árbol, acariciando nuestros oídos con su dulce canción. De rato en rato se oía el rugido del león y el bramido del elefante Panchito, atracción principal del zoológico que se encontraba en el parque. 

En ese tiempo no sabíamos qué era la televisión y lo usual era que la gran mayoría escuchara música o radionovelas; la gente mayor sacaba sus sillas a la entrada de sus casas y se sentaban a conversar, comentando los diarios acontecimientos de la vecindad. 

Recuerdo que papá sacaba ceremoniosamente su guitarra de la funda y acariciándola suavemente cantaba junto a mamá: 

“Soñé́ que la nieve ardía, soñé́ que el fuego helaba, Yira, Yira......” 

Y no puedo evitar que mis ojos se llenen de lágrimas con ese recuerdo. Yo solo sabía que algo profundo y poético se ocultaba en esas notas. 

En el jardín interior junto a la casa de mis abuelos, había una respetable huerta que se comunicaba con nuestra casa, en ella había tres grandes árboles de moras, que cuando el clima empezaba a hacerse más cálido, los árboles ofrecían sus preciosos frutos. La cosecha la practicaban los chiquillos del barrio, en donde todos terminábamos con las manos, caras, bocas y ropa completamente manchadas con aquel jugo morado. Yo era parte de ese inefable gozo, que aun ahora en mi vejez, recuerdo con nostalgia. 

Durante esos días mi oma se veía inundada con tantas moras que solo era posible conservarlas en buen estado haciendo mermelada en cantidades industriales, frenéticamente y casi sin parar. Me es imposible olvidar el olor y la exquisita dulzura de aquella mermelada, que día tras día se iba acumulando en los estantes de la cocina y el comedor en frascos llenos de tan codiciado manjar. La provisión duraba muchos meses y mi abuela era de ese tipo de personas que no pueden tener algo solo para ellas; Siempre compartiendo con aquellos que más lo necesitaban. Mi oma fue una mujer extremadamente generosa, con una crianza llena de valores dados por su familia y por su educación Luterana, buscaba ayudar con lo tuviera a la mano, amaba a los niños, a los animales y en general a todo lo que tuviera vida, ella era una fuente inagotable de amor y poseía el precioso don de derramar alegría, belleza y gracia a todo aquel que se le acercara, era como un panal de rica miel que atraía a todo el mundo y todos la amaban. 

Gracias a ella aprendí́ a comprender un poco más al ser humano, a interpretar la vida en sus diferentes colores y matices. Para mi ella fue como el pegamento que unió́ con su cariño las piezas de mi vida, un mosaico de emociones, con espacios por llenar, pero repleta de colores que iluminan mi existir, ella me mostró el gran valor que tiene una mujer llena de amor. 









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ELENA MENDOZA DE CANACHE     Elena Mendoza de Canache, Caracas, Venezuela.  Doctora en Farmacia por la Universidad Central de Venezuela.  Es...